Julián del Casal
por Francisco García Cisneros
por Francisco García Cisneros
Comenzó
siendo un magnífico: la primera estrofa tenía tanto arte como la última. Si no
hubiera existido esa pomposidad en la rima, él la hubiera implantado. Su
estrofa era noble siempre, ya vistiera los terciopelos del patricio, o los
manteos del cardenal. En su vida monástica, casta como la de Leopardi, encontró
Casal el artificio de una vida nueva, en aquel país tan soñado, tan lejos de
este “siglo materialista,” y se rodeó de libros extraños que le daban goces
raros; de venenos depauperadores que engendraban en su alma quimeras
inconcebibles, de estampas y cuadros místicos o satánicos que procuraban a su
cerebro disparidades de ideales, tomando unas veces como credo a Renán, o en
otras a Rachilde como devocionario de moral. Se elevó de momento: al primer
verso; todo artista educado en el buen decir lo señaló como el poeta que
faltaba en América; y se disputaron las revistas las primacías de sus
composiciones, llegando España -la huraña odiadora de todo lo americano- a
prodigar el aplauso, sugestionada ante los encantos del verso áureo de un
soñador que reformó el metro clásico, con la majestuosa gracia de un paje
trovador de los tiempos feudales.
En el
fondo de sus versos se entreveía como a través de los encajes de una alcoba los
perfiles de una mujer muy pálida siempre vestida de blanco, que hubiera muerto
llevando al cerebro del poeta un recuerdo triste, como quedan las ramas cuando
el viento deshoja las flores; y en esa misteriosa historia que nadie supo,
Casal encontró una amargura dulce, un ensueño inhumano que le hacía despreciar
la vida hasta encontrar muy joven la muerte tan temida y tan deseada.
Fué
maestro. Ha sido el poeta más exquisito, comprendió la Belleza, como si en sus
brazos hubiera nacido; su léxico de un tono brillante vistió ideas nuevas, fue
el emocionista que deja después de leído un dáctilo el ensueño persiguiendo el
paisaje descrito o el sentimiento analizado.
Reunió
arte, corrección, percepción. Fue más claro, más delicado e impecable que Rubén
Darío, más correcto, más refinado en la frase pulida que Gutiérrez Nájera, y
junto con esos dos corifeos de la rima, formó el triunvirato de los veinte años
que arrastró tras ellos como discípulos, como admiradores, toda la juventud
literaria. -Si por decadente,
conocen los extraños en los nuevos ritos del Arte, a los disparateros, oscuros,
alambicados, blasfemáticos, Casal no fue decadente; en cambio, si con ese vocablo
conocen el género nuevo que tuvo por precursor a Baudelaire y por maestro a
Verlaine, cuyo objeto es hacer aprehender la imagen original, ornamentada con
las palabras más prismáticas de un idioma, entonces Casal fue el primer decadente del Nuevo
Mundo, porque sus versos a la vez de trajear tisúes y brocados, tenían una
inocente sencillez, un dejo amargo que punzaba en el corazón, haciendo subir
lágrimas a los ojos, cuando el soñador veía su vida llena de cardos, donde si
no “dejaba un botón, dejaba una hoja.” Traducido al francés y
elogiado por Julieta Lambert, Huyssman [sic] y Paul Verlaine. Sus Flores de Éter la
conocían en París por la parnasiana.
Los modernos escritores rebeldes del clasicismo lo tomaron por compañero, y en
sus sonetos -Museo ideal,
Cromos españoles,
Marfiles viejos,-
se revelaba el burilista, el orfebre, al igual que Banville, Leconte de Lisle y
José M. Heredia; mientras que en Páginas de vida, Virgen triste, Cuerpo y alma,
Rondeles, Las Alamedas, se siente flotar una sensación embriagadora como en los
poemas de Vigny, en las florestales de Pierre Ronsard y Thibault de la
Champagne, y en los galantes madrigales de Lefranc de Pompignan. La estética
fue el predominio de todas sus obras, pospuso a ella la inspiración, aunó la
perfección del matiz al ritmo de todos los metros, y en la medida jamás tuvo un
desacorde que rompiera la harmonía hechicera, semejante a esas melodías lejanas
que cantan los violines pizzicatos.
Tres tomos dejó al mundo, en una escala ascendente en la Poesía. Aquel joven
rubio, altivo, poderoso como magnate de alguna región de Oriente, en Hojas al Viento, por la
majestad, la riqueza sugestiva, el desborde policromo de las frases; fue
en Nieve el
gallardo doncel, el rimador de las cosas bellas, del misterioso Luis de Baviera,
del exótico Japón, de los asuntos mitológicos que Gustave Moreau fijara en el
lienzo, hasta ceñirse en Bustos
y Rimas la capucha gris del ermitaño, dejar la barba invadir las
rosadas mejillas, apagar la luz azul de sus ojos como flores, arquear el cuerpo
como si pesara el alma, arrojar la ilusión junto con las gardenias de la
botonera al fuego del escepticismo, y esperar tranquilo mirando al cielo, la
muerte febril, para hundir en la nada, aquel cerebro que supo hacer florecer
bajo un solo cielo, las rosas de todos los climas.
Se
llevó a la tumba el cariño de todos los corazones, porque nunca el odio fulminó
en sus miradas, ni el orgullo lo envolvió en su manto de escarlata. Y en el
crepúsculo de una tarde fría, lluviosa, en tanto el Borgoña ruboreaba las
copas, las flores incesaban el ambiente, la luz triunfaba en los fayances, en
los makimanos,
en los yataganes,
en las acuarelas, en los labios de las damas, en los carquesios del
champagne, murió el poeta joven, como morían los poetas de la decadencia,
sonriendo al claro de luna que la Visión de la Agonía le señalaba en el país
remoto, presentido en sus horas de fiebre allá en el cuartito atestado de
infolio que más bien parecía la celda del cartujo meditador sobre el cráneo
amarillo y enigmático, que el estudio de un joven de veinte años!
Las
tres Américas
New
York, Otoño de 1896