Wednesday, August 8, 2012

Julián del Casal 
por Francisco García Cisneros

Era rubio de un tono de lino; sus ojos eran como el mar, ora azules con transparencias de cielo, ora verdes con misterios de hojas; su nariz recta y pontificia; su mirar dulce como sus ideas; vestía de negro, desaliñado el traje, al descuido la corbata que caía en vueltas; caminaba dando tumbos como si fuera un extraño en la tierra; hablaba con una voz casi susurro, un murmullo que comentaba siempre en un “¿Qué hay?” Nunca odió, la sonrisa jugaba de continuo en sus labios cubiertos por un largo, sedoso bigote blondo, completando el tipo de soñador que inspira simpatías y curiosidades, sin tener la ridiculez de la melena, ni la vanidad de la bohemia, sino que llevó su arte desde el cabello negligentemente peinado hasta las manos largas, marfileñas, aristocráticas.

Comenzó siendo un magnífico: la primera estrofa tenía tanto arte como la última. Si no hubiera existido esa pomposidad en la rima, él la hubiera implantado. Su estrofa era noble siempre, ya vistiera los terciopelos del patricio, o los manteos del cardenal. En su vida monástica, casta como la de Leopardi, encontró Casal el artificio de una vida nueva, en aquel país tan soñado, tan lejos de este “siglo materialista,” y se rodeó de libros extraños que le daban goces raros; de venenos depauperadores que engendraban en su alma quimeras inconcebibles, de estampas y cuadros místicos o satánicos que procuraban a su cerebro disparidades de ideales, tomando unas veces como credo a Renán, o en otras a Rachilde como devocionario de moral. Se elevó de momento: al primer verso; todo artista educado en el buen decir lo señaló como el poeta que faltaba en América; y se disputaron las revistas las primacías de sus composiciones, llegando España -la huraña odiadora de todo lo americano- a prodigar el aplauso, sugestionada ante los encantos del verso áureo de un soñador que reformó el metro clásico, con la majestuosa gracia de un paje trovador de los tiempos feudales.

En el fondo de sus versos se entreveía como a través de los encajes de una alcoba los perfiles de una mujer muy pálida siempre vestida de blanco, que hubiera muerto llevando al cerebro del poeta un recuerdo triste, como quedan las ramas cuando el viento deshoja las flores; y en esa misteriosa historia que nadie supo, Casal encontró una amargura dulce, un ensueño inhumano que le hacía despreciar la vida hasta encontrar muy joven la muerte tan temida y tan deseada.

Fué maestro. Ha sido el poeta más exquisito, comprendió la Belleza, como si en sus brazos hubiera nacido; su léxico de un tono brillante vistió ideas nuevas, fue el emocionista que deja después de leído un dáctilo el ensueño persiguiendo el paisaje descrito o el sentimiento analizado.

Reunió arte, corrección, percepción. Fue más claro, más delicado e impecable que Rubén Darío, más correcto, más refinado en la frase pulida que Gutiérrez Nájera, y junto con esos dos corifeos de la rima, formó el triunvirato de los veinte años que arrastró tras ellos como discípulos, como admiradores, toda la juventud literaria.  -Si por decadente, conocen los extraños en los nuevos ritos del Arte, a los disparateros, oscuros, alambicados, blasfemáticos, Casal no fue decadente; en cambio, si con ese vocablo conocen el género nuevo que tuvo por precursor a Baudelaire y por maestro a Verlaine, cuyo objeto es hacer aprehender la imagen original, ornamentada con las palabras más prismáticas de un idioma, entonces Casal fue el primer decadente del Nuevo Mundo, porque sus versos a la vez de trajear tisúes y brocados, tenían una inocente sencillez, un dejo amargo que punzaba en el corazón, haciendo subir lágrimas a los ojos, cuando el soñador veía su vida llena de cardos, donde si no “dejaba un botón, dejaba una hoja.” Traducido al francés y elogiado por Julieta Lambert, Huyssman [sic] y Paul Verlaine.  Sus Flores de Éter la conocían en París por la parnasiana. Los modernos escritores rebeldes del clasicismo lo tomaron por compañero, y en sus sonetos -Museo ideal, Cromos españoles, Marfiles viejos,- se revelaba el burilista, el orfebre, al igual que Banville, Leconte de Lisle y José M. Heredia; mientras que en Páginas de vida, Virgen triste, Cuerpo y alma, Rondeles, Las Alamedas, se siente flotar una sensación embriagadora como en los poemas de Vigny, en las florestales de Pierre Ronsard y Thibault de la Champagne, y en los galantes madrigales de Lefranc de Pompignan. La estética fue el predominio de todas sus obras, pospuso a ella la inspiración, aunó la perfección del matiz al ritmo de todos los metros, y en la medida jamás tuvo un desacorde que rompiera la harmonía hechicera, semejante a esas melodías lejanas que cantan los violines pizzicatos. Tres tomos dejó al mundo, en una escala ascendente en la Poesía. Aquel joven rubio, altivo, poderoso como magnate de alguna región de Oriente, en Hojas al Viento, por la majestad, la riqueza sugestiva, el desborde policromo de las frases; fue en Nieve el gallardo doncel, el rimador de las cosas bellas, del misterioso Luis de Baviera, del exótico Japón, de los asuntos mitológicos que Gustave Moreau fijara en el lienzo, hasta ceñirse en Bustos y Rimas la capucha gris del ermitaño, dejar la barba invadir las rosadas mejillas, apagar la luz azul de sus ojos como flores, arquear el cuerpo como si pesara el alma, arrojar la ilusión junto con las gardenias de la botonera al fuego del escepticismo, y esperar tranquilo mirando al cielo, la muerte febril, para hundir en la nada, aquel cerebro que supo hacer florecer bajo un solo cielo, las rosas de todos los climas.

Se llevó a la tumba el cariño de todos los corazones, porque nunca el odio fulminó en sus miradas, ni el orgullo lo envolvió en su manto de escarlata. Y en el crepúsculo de una tarde fría, lluviosa, en tanto el Borgoña ruboreaba las copas, las flores incesaban el ambiente, la luz triunfaba en los fayances, en los makimanos, en los yataganes, en las acuarelas, en los labios de las damas, en los carquesios del champagne, murió el poeta joven, como morían los poetas de la decadencia, sonriendo al claro de luna que la Visión de la Agonía le señalaba en el país remoto, presentido en sus horas de fiebre allá en el cuartito atestado de infolio que más bien parecía la celda del cartujo meditador sobre el cráneo amarillo y enigmático, que el estudio de un joven de veinte años!

Las tres Américas
New York, Otoño de 1896